lunes, 28 de noviembre de 2011

De las cenizas de Misfits...

Acabo de retomar Misfits; esa visceral, irreverente, violenta, descarada, insolente, genial y tan británica serie de la cadena E4. Hace apenas unas semanas que regresó con su tercera temporada. Aunque, eso sí, sin una de sus estrellas. Afronta el Tv-show una época complicada, de absoluta regeneración; en la que deberá sobreponerse a la pérdida de su carismático personaje. Comienza la etapa Post-Nathan. ¿Sabrá reconstruirse a través de sus errores?, como dijo el propio Nathan en un imprescindible discurso, referente ya de la televisión de calidad:

"¡Somos jóvenes! Es normal que bebamos demasiado. Es normal que tengamos mala actitud y queramos follar como conejos. ¡Estamos diseñados para la juerga! ¡Es lo que toca! Sí, algunos palmarán de sobredosis o se perderán la cabeza. Pero Charles Darwin dijo que no se puede hacer una tortilla sin romper varios huevos. Y de eso va todo esto. ¡De romper huevos! Y por huevos me refiero a ponerte ciego con un cóctel de pastillas [...] La hemos cagado más fuerte y mejor que ninguna otra generación antes de la nuestra. ¡Éramos tan preciosos! Somos unos inútiles. Yo soy un inútil y pienso seguir siéndolo hasta los veinti muchos. Incluso hasta los treinta y pocos. Y me tiraría a mi propia madre antes que dejar que nadie me quite eso"

martes, 15 de noviembre de 2011

Violencia e irracionalidad de guante blanco

Con una devastadora película de violencia racional, el director germano Michael Haneke quebrantó en Funny Games (1997) la imaginaria e idílica sensación de seguridad de la clase media centroeuropea. El cineasta dibujó primero un apacible paraje turístico (uno de esos cientos que se encuentran repartidos por el Viejo Continente; con sus casas unifamiliares, sus jardines delimitados por setos de metro y setenta centímetros, sus canes guardianes y sus monovolúmenes aparcados en las puertas); para convertirlo después en un infierno refinado y exquisito. Para ello, invitó al espectador a una urbanización de las afueras, donde una familia estándar disfruta de sus vacaciones de verano, de sus encantadores vecinos (aquellos con los que cenas alguna vez) y de su barco amarrado en el muelle del lago. Un incomparable paisaje en el que irrumpen dos jóvenes ataviados con las ropas más elegantes, los modales más delicados y un cuestionable sentido de la moralidad.

De esta forma, en las reposadas y tranquilas existencias de los protagonistas surge un nuevo factor, perturbador y distorsionador, capaz de acabar con la percepción de seguridad con la que vivían hasta ese momento. Los dos turbulentos personajes llegan, según parece, con la inocente intención de pedir un par de huevos. Una demanda que desencadena finalmente una espiral de violencia razonada, apoyada por las explicaciones de los dos jóvenes, hábiles en sus procesos deductivos, que jamás esclarecen a la sufridora familia el porqué de sus penurias. Y es que, como bien se empeña en exponer el cineasta, el objetivo de estos simpáticos e ingeniosos postadolescentes no pasa por el robo de vehículos de lujo o joyas; por sustraer televisiones de plasma de no sé cuántas pulgadas, ordenadores portátiles o videoconsolas de última generación. Para nada. Tan sólo quieren experimentar con el mal en si mismo (con la pura maldad), introducir en las relaciones de dos padres y su hijo un elemento inquietante y angustioso, que les obligue a preguntarse a si mismos el porqué son ellos los elegidos para ese juego macabro y enloquecedor.



Es decir, Haneke logra escudriñar la conciencia colectiva de la clase media, adentrarse en sus miedos y temores. Invade su apacible y monótona vida; acaba con sus referencias, con sus certezas y certidumbres; empujándola por un precipicio de inseguridad y terror. El director austriaco le habla en este film al ama de casa, al autónomo y al oficinista; interpela al profesor, a la abogada y al administrativo; conversa con el universitario, el empresario y la médico. Para advertirles a todos ellos de que esa burbuja protectora podría estallar en cualquier momento; que la mera aparición de ese elemento perturbador puede acabar con su amena existencia .

“Quienes se sienten a contemplar este infierno cotidiano por vez primera hallarán una fábula que no es tal sobre la banalización de la violencia en el mundo en que vivimos. La incomodidad empapa cada segundo de un metraje maquiavélicamente convincente, en el que el elenco central ─y único, a decir verdad─ coloca a la platea en la desagradable tesitura de aceptar lo que está contemplando como algo peligrosamente cercano”, explica el crítico José Arce.

Así, con el objetivo de combatir a la violencia con ésta misma, el cineasta opta por la transgresión y se enfrenta al conformismo clacista; desafía a aquella parte de la sociedad sumergida en el vacuo consumismo. El director alemán elige en esta ocasión la furia y el impacto para contar su historia; al igual que ya hiciera posteriormente con La Pianista (2001) o La cinta blanca (2009). “Eso implica, en mi caso, que retorno a una experiencia tan hipnótica como indeseable; que se me va a incrustar en la retina y en el oído, que no sé si me gusta o me da asco, que admiro el talento de Haneke al crear una atmósfera siniestra, sensación de amenaza y de progresivo espanto, imágenes y sonidos muy poderosos, pero también la seguridad de que estoy asistiendo a un espectáculo perverso, a la pornografía de la violencia”, concluye Carlos Boyero, experto en cine en el diario El País.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente

domingo, 7 de agosto de 2011

La Côte Blue (o dícese de la Costa Azul)

La Côte, ¡oh!, la côte.

Limusinas y coches de lujo; alfombras rojas, esmóquines y trajes de noche; restaurantes carísimos de no sé cuántos tenedores y hoteles de infinitas estrellas; diamantes, pulseras y colgantes de oro; relojes de nombres impronunciables; cócteles y martinis, adecentados con una banderilla de aceitunas y estilo; y cine, siempre, mucho cine. Cada año, Cannes apaga la luz y enciende el proyector, sometido a la eterna dictadura del séptimo arte. El festival por antonomasia de la Costa Azul embauca desde hace bastante tiempo a público y crítica; que reservan diez días en el calendario para disfrutar del más famoso y prestigioso certamen del mundo, según se le considera.

Tiene Cannes un halo de misticismo y bohemia, y de todo lo contrario; de ostentación y suntuosidad, y de justo lo opuesto. Cannes, en si mismo, es un contrasentido; las antípodas del Hollywood más industrial y de los Oscar, pero un fiel vasallo del star system internacional, al que rinde pleitesía. Al festival nunca faltan los directores y actores más taquilleros, aunque La Palma termine llevándosela (sobre todo últimamente) los realizadores más irreverentes y extravagantes. Debe ser la France y ese gusto por lo errante, por lo diferente, por lo despreocupado y negligente; ese carácter avasallador que, sin dejar la bufanda y soltar el pitillo, engatusa con lo heterogéneo y apático. Ese juego de reversos, esa lucha de antónimos, esa paradoja. Esa imperecedera contradicción que premia el Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola, el Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese y El pianista (2002) de Roman Polanski; pero que tampoco se olvida del Elephant (2003) de Gus Van Sant y el Bailando en la oscuridad (2000) de Lars Von Trier

Una combinación imposible. Una mezcla absurda, insostenible y quimérica, que arrancó en 1939. Sometida desde entonces a lo ilógico y a lo irracional, su primera edición apenas duró un día. Desplegada la alfombra roja un 1 de septiembre –de un certamen que por entonces se hacía llamar Festival International du Film-, hubo de recogerla a la jornada siguiente. La Segunda Guerra Mundial obligó a cancelarlo. No era el momento. El cine debía esperar.



Y no fue la única interrupción. Volvería a ocurrir a finales de los 60, cuando el mayo francés irrumpió en las mismísimas entrañas de Cannes. Mientras los sueños de una generación gala se enfrentaban a golpes de porra y embestidas policiales, mientras los gritos ahogados de la revolución llenaban de graffitis los muros de París, mientras se encauzaba la historia democrática con los versos de un tal Bob Dylan (The Times They are a-changin', decían); en Cannes, François Truffaut y Jean-Luc Godard exigían un parón indefinido. “Como muestra de solidaridad por las protestas”, argumentaron. Y nació, dentro del propio Festival, la Quinzaine des réalisateur: una sección contestataria, inconveniente, que rechazaba cualquier tipo de censura y presión política o diplomática.

A todo esto, tan sólo un español ha logrado hasta ahora embaucar al jurado. El más francés de todos, el más surrealista del cine patrio. Luis Buñuel triunfó con Viridiana (1961), con esa histriónica comedia inmersa en el drama de la pobreza. Con una película caricaturesca, bufona, picaresca; que permaneció en España bajo la férrea llave de la censura hasta la muerte del dictador. Sólo después pudo disfrutarse al sur de los Pirineos de esa alocada historia.



Y es que debe ser el mar de Cannes, o el sol de la Côte Blue, o las olas del Mediterráneo al desvanecerse en las playas de la Costa Azul; debe ser el runrún del cinematógrafo, o el crujido de la cinta de 35 milímetros al desenvolverse en un proyector. Tiene que ser la inverosímil esencia del cine, la imposible y perpetua banda sonora del séptimo arte; las fantasías, los ensueños, las ilusiones y espejismos perfilados sobre la pantalla vacía, blanca, inmaculada. En Cannes habla Woody Allen, Pedro Almodóvar, Ingmar Bergman, Federico Fellini, Milos Forman. En Cannes habla el cine, el mismo cine. Nada más.

Publicado en la revista Nuestro Ambiente

lunes, 30 de mayo de 2011

Quizás, el mejor cómico de la historia

Irreverente, histriónico, caricaturesco, impertinente e insolente. Groucho Marx (sí, ese señor con bigote y puro) irrumpió en la década de los 30 en el cine de Hollywood para ponerlo patas arriba, para volver locos a productores y a toda la industria del séptimo arte. Ya fuera en solitario o acompañado por alguno de sus hermanos, este neoyorquino nacido a finales del XIX supo diseccionar la realidad social de la época para, desde dentro, arremeter contra ella y derribar los estigmas sociales, los dogmas y lo políticamente correcto. Sin remordimientos o reparos, Groucho embistió contra las clases altas, los intelectuales, el matrimonio, el Gobierno y la religión; criticó el capitalismo, el comunismo, a los banqueros y a la televisión; habló de sexo, de la felicidad e, incluso, de Dios. Y siempre con un humor ácido, surrealista y paranoico. “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”, dijo alguna vez.

Groucho apareció en plena revolución del cine sonoro, cuando la Gran Depresión y los terribles años 30 hacían mella en una sociedad norteamericana anestesiada por el bipartidismo. Así, lejos del humor blanco de Buster Keaton o de las complicadas tramas sociales del arte mudo de Charles Chaplin, el mediano de los Marx inició una sublevación del guionista tradicional. De hecho, encandiló al público y a la crítica con conversaciones disparatadas, diálogos dementes y dobles sentidos. Con cientos de citas célebres y otras tantas frases falsamente adjudicadas, el cómico estadounidense ideó una nueva fórmula para atraer a la gran masa que hasta entonces yacía aburrida en sus butacas: dejó de tratar a todos ellos como idiotas, para hablarles de igual a igual y confiar en su agudeza e inteligencia. Quizás, este señor, al que Woody Allen calificara como el mejor humorista de la historia, ha sido uno de los pocos intelectuales que arrastró al gran público hacia el raciocinio y el pensamiento equilibrado. Para ello, echó mano de la ironía más contundente, del sarcasmo, la parodia y la sátira. “Cuando muera quiero que me incineren y que el diez por ciento de mis cenizas sean vertidas sobre mi representante”, sentenció.

Aunque Groucho no dejaba de ser un personaje, una mera representación teatral, el alter ego de Julius Henry Marx (el verdadero nombre del neoyorquino). De hecho, cuando uno de sus hermanos, Chico, se disfrazó de él en Sopa de Ganso (1933) adquirió inmediatamente esa idiosincrasia y argumentó en plena disputa con otro de los protagonistas del film: “¿A quién va a usted a creer, a mí o sus propios ojos?”.

Ingenioso, brillante, sagaz y clarividente. Posteriormente, ya en los 50, cuando sus grandes películas formaban parte de la historia del celuloide –sobre todo, Una noche en la ópera (1935) y Un día en la carreras (1937)-, Groucho tuvo que regenerarse, reinventarse. Y optó entonces por la radio y la televisión. En dichos medios de comunicación se presentó a las nuevas generaciones, a aquellos que poco recordaban de las desequilibrados hilos argumentales de los primeros filmes de los hermanos Marx. A pesar de ello, el cómico nunca se mordió la lengua y, además, rara vez sintió el compromiso de no criticar a la propia caja tonta, la que le daba de comer desde mediados del siglo XX. “La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien la enciende, voy a la biblioteca y me leo un buen libro”, señaló.

Él, que nunca quiso pertenecer a un club que lo admitiera como socio; que afirmó que la felicidad está compuesta de pequeñas cosas (“un pequeño yate, una pequeña mansión y una pequeña fortuna”). Groucho Marx. Un genio, un ególatra, un irreverente indispensable. Alguien indescifrable al cien por cien, incomprensible en su totalidad. Un personaje complicado, obscenamente enigmático. Un estadounidense para la historia, un actor para el recuerdo, un humorista para la eternidad. “No estoy seguro de cómo me convertí en comediante o en actor cómico. Tal vez no lo sea. En cualquier caso, me he ganado la vida muy bien durante una serie de años haciéndome pasar por uno de ellos”, concluyó él mismo.


Publicado en la revista Nuestro Ambiente