martes, 26 de marzo de 2013

Tarantino adora cómo mueren

De Negros. De sangre. Y de vaqueros. De eso trata la nueva película de Quentin Tarantino. Django  desencadenado (2012) afronta sin rodeos el racismo y la esclavitud. Sin tapujos. Sin prejuicios. Desnudo y de frente: contra el buenismo occidental, contra lo políticamente correcto. Una visión del Far West compleja y sin complejos. No hay indios, ni persecuciones, ni rifles mal calibrados, ni tiros al cielo de revólveres.

Al más puro estilo de spaghetti western, el director norteamericano recupera la esencia de sus ideas originales, aquellas que plasmó en Pulp Fiction (1994) y Reservoir Dogs (1992) -cuando el cine independiente flipó gracias a su crónica brutal de asesinatos, mentiras, engaños y rock and roll-. Ahora, en pleno siglo XXI, bebe de su particular Fuente de la Juventud. Para ello, se aferra a la mano de Jamie Foxx, que interpreta a un esclavo negro reconvertido en cazarrecompensas y que busca a su esposa, aún en manos de los algodoneros del sur de EEUU.


Quentin acierta al envolverse de nuevo en ese halo de pop-art, donde se conjugan el salvajismo y la estética depurada. Con un acento, como siempre, acelerado; y perfilado al ritmo que marca la banda sonora, que adquiere tintes de protagonista en esta cinta. En parte, la historia gira en torno a la música. En parte, la música gira en torno a la historia. Según se quiera ver, según se entienda el espectáculo de Tarantino. Porque mezcla las clásicas notas de Ennio Morricone con los acordes del hip-hop. Todo ello sin desentonar, todo ello sin sonar extravagante.

 Y es que Django huele a spaguetti western clásico, gracias a esos rapidísimos zoom de cámara que dejan el rostro del personaje en primer plano. Una técnica que permite al espectador regodearse en cada gesto: los labios torcidos y altivos; los dientes sucios y a medio pudrir; las cejas arqueadas; los chulescos y desafiantes ojos; y, por supuesto, el sombrero alicaído. A su vez, Django también destila el atractivo de la violencia desmedida, de la venganza requerida, del desquite, de la revancha y de la represalia. Los golpes, asesinatos, latigazos y disparos parecen gratuitos. Y, verdaderamente, lo son. Quizás, por eso, resulte aún más atractiva la cinta de Tarantino. Porque ofrece carnaza al espectador. Todo ello, para denunciar la idiotez del racista, la gilipollez del Ku Klux Klan; a través de la ironía y la socarronería, del sarcasmo y la sorna.

El director no rehúye la palabra Niger -cuya traducción más adecuada sería la de Negrata, con tono absolutamente despectivo-. Porque a Tarantino no le importa llamar a las cosas por su nombre. No le importa que las vísceras salten y se desparramen por el suelo tras el disparo de una recortada. La cámara apenas se inmuta cuando un personaje aúlla de dolor, mientras las balas le atraviesan una pierna o un brazo. Ni siquiera desentona la sangre que baña una habitación, con decenas de cadáveres repartidos por el suelo. Él sabe conjugar a la perfección los matices del suspense, del ruido de las balas, del horror de la muerte, del encasquillamiento de los percutores. Forman parte de su escenario. Además, la cinta ahonda en la importancia de la palabra. Las frases trascendentales vuelven a subrayarse en las esperpénticas situaciones. “Me gusta cómo mueres”. Como una contradicción ética.


Una doble moral presente en todos los personajes. El doctor King Schultz (Christoph Waltz) es un irascible cazarrecompensas. Un hombre capaz de asesinar sin titubeos a delincuentes para cobrar su salario y, a la vez, repudiar el racismo y ensalzar el amor. Calvin Candie (Leonardo DiCaprio) adora a su hermana y asume el engaño sin ánimo de venganza, aunque se divierte y entretiene con combates a muerte entre Nigers. Y Stephen (Samuel L. Jackson) es ese sirviente leal y fiel, que luchará en pos del beneficio de su amo; a pesar de que esto suponga devolver a otros negros a la eterna esclavitud.

Y puede que, en ciertos momentos, no gusten los excesos de Tarantino, el desmesurado uso de la violencia, la omnipresencia de la sangre y la barbarie. Desde luego, no ayudan las tripas desparramadas y los brazos rotos. Y tampoco la banalización del crimen. Pero, a pesar de ello, cuando el proyector se apaga y se encienden las luces, cuando uno echa la mirada el reloj y observa que transcurrieron casi tres horas desde que pegó el culo a la butaca; entonces, piensa en el cine como divertimento, en las palomitas que engullía cuando era adolescente y los vaqueros mataban indios porque unos eran los buenos y otros los malos. Así de simple. Y es que, al final, sólo queda Django: “La D es muda”.

jueves, 7 de marzo de 2013

Historia de dos ciudades, por Alberto Rodríguez

Es la leyenda de un lustro. De 1987 a 1992. Es el transcurso del tiempo, la transformación social, el pelotazo urbanístico, los yonkis de los 80, la maldita heroína, la España del VHS y del Beta. Grupo 7 (2012) es el pasado de Sevilla, sin ser su historia. Es el currículo de lo inacabado, de lo latente y cambiante; es el retrato de un mundo religiosamente pagano y profundamente devoto. Es la narración de dos ciudades en una: la cara bonita y el lado oscuro de la capital andaluza. Alberto Rodríguez, intenso director español, construyó un relato policiaco en el lecho del Guadalquivir. Con la Expo 92 como telón de fondo y horizonte, el cineasta regala una película de acción y costumbrismo. Una metafórica mezcla de lo mejor y lo peor, de las dos caras de la moneda, de la finísima línea por la que debe andar el hombre; ese delicado hilo que separa la corrupción del ejemplarismo. 


Acelerada. Penetrante. Fuerte. Sutil. El film perfila a un equipo de agentes metidos a chanchulleros, a narcotraficantes y a matones. La ciudad hispalense se preparaba para la Exposición Universal y les tocaba a ellos limpiar las calles del centro. La basura había que sacarla del casco urbano y esconderla bajo las alfombras, convertidas en extrarradio y polígonos (donde aún reposa; aunque, tan lejos, quienes mandan apenas la ven ahora). Liderados por un pésimo y artificial Mario Casas, uno de los pocos puntos flojos de la cinta, el Grupo 7 cambia papelinas por información, dinero y confidencias; permite que algunos prosigan con su cuestionable negocio, mientras encarcelan a otros. Y, todo ello, para lustrarse con éxitos policiales y medallas. Los cuatro protagonistas recurren a los métodos que deben combatir: la mentira, el chantaje, la intimidación y las palizas indiscriminadas.

Desde luego, la película de Alberto Rodríguez es un cuadro de la Sevilla en transición, de la Sevilla de andamios y grúas, de la Barqueta a medio edificar. Y en esa imagen en construcción sobresale un Antonio de la Torre sublime, delicioso, carismático y penetrante. Un actor inconmensurable que contrasta radicalmente con el adulterado Mario Casas. De la Torre exhala cine. Cada mirada, cada silencio, cada palabra inunda la pantalla. Junto a él, otros enormes secundarios (Joaquín Núñez y José Manuel Poga) que ejercen de idóneo contrapunto, al más puro estilo del Arlequín de la Comedia del Arte italiana. A través de ellos la película se nutre con chascarrillos y guasa de roña y grasa, de taller mecánico y tasca de barra metálica, de cerveza en caña baja y platillo de avellanas. Ellos perfilan esa adecuada textura social que enmarca la Sevilla pre-Expo 92. Un ambiente de capillismo y progreso, de excesos, de inusitadas miradas al futuro y olvido del pasado.


Aún así, el director español se esfuerza a la hora de hablar, sobre todo, de la impunidad y la doble moral. El cineasta acierta cuando conversa con los bajos fondos de la ciudad, aliñados al limón del sudor andaluz, de la ternura de clase baja. Hay carroña y sinvergonzonería. Hay putas y policías. Hay heroínas. Y, sobre todo, hay droga, yonkis, jeringuillas y papelas. Un conjunto armonizado con la textura del drama y costumbrismo urbanita.

Rodríguez disfraza sus argumentos con estampas cotidianas: la comunión del chiquillo, la botella de whisky, el llanto del niño a medianoche y el politiqueo consistorial. Gracias a ello, a ese contraste, el director logra sacar una sonrisa al espectador en ciertos momentos; y, además, en otros, consigue arrancarle una mueca al universo de los fracasados. Al fin y al cabo, Grupo 7 es una película de senderos. Un film que describe los caminos de la vida y como estos se entrecruzan, como los buenos y malos se encuentran destinados a hallarse en el asfalto (para darse la mano o enfrentarse, ya cada uno elige). 

Publicado en la revista Nuestro Ambiente (Montilla)